El régimen encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo ha dado un nuevo paso hacia el aislamiento diplomático al ordenar el retiro de su embajadora y cónsul en Honduras, una decisión que pone de manifiesto su incapacidad para tolerar reveses en el ámbito internacional. Este movimiento, publicado el viernes en La Gaceta, Diario Oficial, responde a las tensiones surgidas durante la IX Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), celebrada en Tegucigalpa, donde el canciller nicaragüense, Valdrack Jaentschke, enfrentó un evidente desacuerdo con la presidenta hondureña, Xiomara Castro.
Mediante los Acuerdos Presidenciales 54-2025 y 55-2025, el régimen dejó sin efecto los nombramientos de Iris Audelly Acuña Huete, quien fungía como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria, y de Walter Antonio Meza Zambrana, cónsul general en Tegucigalpa. La ausencia de una explicación oficial no deja lugar a dudas: se trata de una reacción impulsiva ante la frustración de no imponer su agenda en la cumbre, donde Nicaragua expresó su descontento por la falta de consenso en la declaración final.
Un aliado que se desvanece
El sociólogo e historiador nicaragüense Humberto Belli, con su habitual claridad analítica, ha señalado la relevancia de este episodio: “Honduras representaba el último respaldo político de Ortega en Centroamérica, en un contexto donde Guatemala y El Salvador han optado por marcar distancia”. La ruptura con Xiomara Castro, hasta ahora una aliada circunstancial, podría dejar al régimen en una posición aún más precaria. “No sé cuándo son las elecciones en Honduras, pero este distanciamiento podría disolverse con el fin de su mandato”, reflexionó Belli, subrayando la fragilidad de las alianzas del régimen.
El trasfondo de este desencuentro diplomático radica en la cumbre misma. Nicaragua, fiel a su postura intransigente, intentó moldear las discusiones a su favor, pero chocó con una resistencia que no anticipó. Rosario Murillo, conocida por su aversión a las negociaciones que no se plieguen a sus designios, parece haber interpretado este revés como una afrenta personal, optando por una medida tan drástica como el retiro de sus representantes.
La soberbia como política de Estado
Este incidente trasciende lo meramente anecdótico para revelar un patrón de conducta. El régimen Ortega-Murillo, lejos de buscar el diálogo, prefiere la confrontación, incluso con aquellos que alguna vez compartieron su órbita ideológica. Retirar a su embajadora y cónsul no es solo un gesto de protesta, sino una demostración de soberbia que agrava su soledad en el concierto internacional. Honduras, que hasta hace poco fungía como un puente en la región, se convierte ahora en un símbolo de las limitaciones de una diplomacia basada en imposiciones y berrinches.
Las implicaciones de esta decisión son claras: Nicaragua se aleja aún más de sus vecinos y refuerza su imagen como un régimen incapaz de convivir con la diversidad de opiniones. En un momento en que la unidad centroamericana podría ser clave frente a desafíos globales, Ortega y Murillo optan por el aislamiento, sacrificando relaciones estratégicas en el altar de su orgullo.
Un llamado a la reflexión
Nicaragua merece una representación que apueste por el entendimiento y la cooperación, no por líderes que conviertan cada desacuerdo en una batalla personal. Este episodio en la Celac no es solo un traspié diplomático, sino una advertencia sobre el costo de la intolerancia. Mientras el régimen persista en su cerrazón, el país seguirá pagando el precio de su desconexión del mundo. El tiempo, como siempre, será el juez último de estas decisiones.