El fantasma de Sandino y la traición de Ortega a Nicaragua
Ortega convierte el antiimperialismo en retórica vacía mientras vende Nicaragua a los intereses chinos.
En la memoria política de Nicaragua, pocas expresiones cargan tanto peso como el calificativo de “vende patria”. No es un simple insulto: es la condena más severa contra quienes, desde el poder, han hipotecado la soberanía nacional a intereses extranjeros. En las tertulias populares, en los discursos de resistencia y en las denuncias históricas, esta palabra ha servido para señalar a gobernantes que, en lugar de defender los recursos del país, los han negociado a espaldas del pueblo. Desde los tiempos de las intervenciones militares estadounidenses hasta los oscuros contratos con corporaciones extranjeras en el siglo XXI, “vende patria” simboliza traición, cobardía y corrupción. Hoy, bajo el régimen Ortega-Murillo, el término resurge con fuerza, pues la entrega de minas, tierras e infraestructura a China revive las mismas heridas que Augusto César Sandino denunció con voz de trueno hace casi un siglo.
Fue las montañas segovianas, donde Augusto César Sandino levantó con campesinos descalzos una epopeya contra la ocupación estadounidense, hoy se percibe un eco amargo. El líder que invocó al “General de Hombres y Mujeres Libres” como bandera revolucionaria ha sepultado esa memoria bajo contratos oscuros con Pekín. Daniel Ortega, convertido en un autócrata decrépito, trafica la soberanía nacional como mercancía, repitiendo con nuevo disfraz la historia de traición que Sandino combatió con machete en mano.
El mito sandinista nació en sangre y dignidad. Sandino se alzó en los años veinte contra marines que pretendían hacer de Nicaragua un protectorado yanqui. Con un ejército de campesinos y fusiles viejos demostró que un país pequeño podía resistir al imperio más poderoso. Su asesinato en 1934, a manos de la Guardia Nacional entrenada por Estados Unidos, no apagó su fuego: lo multiplicó en la memoria de generaciones que soñaron con justicia, tierra y soberanía.
Ese sueño encontró continuidad en la revolución de 1979, cuando el Frente Sandinista derribó la dictadura somocista. Ortega, entonces joven guerrillero encarcelado y torturado, fue exaltado como heredero de aquel legado. Durante un breve lapso, Nicaragua ensayó alfabetización masiva, reforma agraria y orgullo soberano. Pero el poder prolongado corroe. Ortega degeneró de símbolo de lucha a caudillo que perpetúa su mandato con elecciones fraudulentas, represión policial y la demolición sistemática de toda voz crítica.

El giro hacia China marca el capítulo más perverso de esta metamorfosis. Desde que Ortega rompió con Taiwán en 2021, la nación se ha visto inundada de proyectos chinos disfrazados de cooperación. Concesiones mineras en Jinotega y el Caribe Norte, préstamos multimillonarios atados a condiciones abusivas, infraestructura construida con mano de obra importada y sin beneficio real para el pueblo: todo ello configura una entrega a plazos de la soberanía. El régimen aplaude estos convenios como “alianzas estratégicas”, pero la población percibe el saqueo: bosques arrasados, comunidades indígenas desplazadas y riqueza nacional convertida en lingotes que viajan hacia Asia.
Lo que antes Sandino denunció como vende patria hoy adquiere nuevas máscaras. Donde ayer desembarcaban marines con fusiles, ahora llegan hojas de cálculo y contratos redactados en Pekín. Las minas de oro, los puertos y hasta los tramos carreteros se convierten en piezas de un ajedrez geopolítico que no busca emancipar a Nicaragua, sino someterla a un nuevo amo. Ortega y Murillo lo presentan como una gesta soberana, pero la realidad desnuda una colonización disfrazada de inversión.
La paradoja hiere más cuando se contrasta con la promesa sandinista. Sandino luchó para que el campesino nicaragüense fuese dueño de su destino. Hoy, la bisnieta del general, desde el exilio forzado por la represión, denuncia que las tierras de sus ancestros son concesionadas a extranjeros que ni entienden su lengua. El legado revolucionario se ha convertido en decorado de un régimen que habla en nombre de la soberanía mientras negocia en secreto el porvenir de la nación.
En esta entrega silenciosa no hay gloria, solo ruinas. Nicaragua no gana autonomía: pierde capacidad de decisión. Las comunidades son desalojadas, la juventud se exilia y la economía depende más de remesas que de inversiones reales. Ortega cambia la dignidad de un pueblo por préstamos que apenas tapan el déficit de un aparato estatal corrompido y sostenido por el miedo. El antiimperialismo que alguna vez fue bandera se reduce a una coartada retórica que oculta el sometimiento a otra potencia, en este caso el régimen Ortega-Murillo somete a todo el pueblo nicaragüense no al imperio Yankee, sino ahora al imperio Chino.
¿Porque imperio chino? Por que hasta por lógica e historia sabemos que China se deriva de imperios, y si; la china que el régimen orteguista tanto defiende es un imperio más que hoy lucha, quizás no con guerras convencionales sino con geopolítica, todo esto con el propósito de ocupar el primer lugar como potencia mundial, pretendiendo superar a costa de lo que sea a Estados Unidos de América.
En este contexto, Nicaragua enfrenta un dilema histórico. La sombra del general aún recorre las montañas y recuerda que la soberanía no se negocia, se defiende. Frente al entreguismo de Ortega, el fantasma de Sandino reclama memoria, dignidad y resistencia. El régimen podrá encarcelar a críticos, exiliar a periodistas y reprimir a comunidades enteras, pero no podrá sepultar por completo la verdad: Nicaragua está siendo vendida al mejor postor, y quienes invocaron el nombre de Sandino son hoy sus peores traidores.